Hace apenas un par de años me encantaba discutir. Discutir en su acepción más civilizada, dialogar con otra persona, intercambiando argumentos de forma respetuosa, aportando datos y fundamentando cada afirmación. Cualquier idea era susceptible de ser escuchada siempre y cuando hubiera un razonamiento que la respaldase. Me gustaba ese intercambio de opiniones, sobre política, cine, sociedad, y creía que en el peor de los casos ayudaría a ampliar tanto mi propia perspectiva como la de mi interlocutor. Ahora huyo de las discusiones sobre ciertos temas como si vinieran a pedirme dinero.
En algún punto dejó de tener sentido. En algún punto dejé de verle utilidad. No sé si fue en el momento en que empecé a percibir que la gente tiene la costumbre de adscribirse a un partido político y defenderlo como si fuera su equipo de fútbol en lugar de formar un criterio propio. Quizás fue cuando empezó a ser evidente que la nueva política solo es gente más joven cometiendo los mismos errores de siempre. O puede que fuera cuando noté que el argumento más repetido en todas las conversaciones era “eso es así”. Aunque creo que, definitivamente, fue cuando sentí que el objetivo de estas conversaciones ya no era el intercambio de ideas y el enriquecimiento mutuo, sino conseguir que el otro me dé la razón.
Todos lo hemos sufrido en una comida familiar, o con compañeros de trabajo o clase, y en menor medida puede que incluso con amigos. Está siendo una jornada relativamente entretenida, agradable, o anodina en el peor de los casos, y de repente… ¡pum! Alguien dice la palabra mágica: Cataluña. Y entonces todo se va a la mierda. Salvo en el milagroso y extraño caso en que todos estén de acuerdo hasta en el más mínimo detalle de la cuestión, e incluso estándolo, las voces suben de tono, la gente empieza a interrumpirse en el momento en que otro dice algo que él no piensa y el fundamento de los argumentos empieza a describir una parábola que tiende a cero.
Lo he intentado, he intentado participar y dar mi punto de vista, aportar datos y razones, pero a la séptima interrupción te das cuenta de que realmente nadie quiere que expliques nada sino que reconozcas lo listos que son y la razón que tienen.
Es abrumador. ¿Cómo debatir con gente que posee conocimientos avanzados en ingeniería industrial, nutrición, fútbol, física cuántica y arte renacentista todo a la vez? Personas que sin ningún rubor son capaces de aleccionar sobre cualquier materia sin haber leído ni un miserable artículo en Wikipedia al respecto. Su poder de deducción es tal que son capaces de desgranar una rama del saber a partir de la etimología de su nombre, ciencia infusa y el contenido de los memes que reciben vía Whatsapp. Saben más que el médico en la consulta, más que el monitor en el gimnasio y más que el abogado en el juzgado, sin haber invertido un minuto de su vida en aprender sobre medicina, biomecánica o derecho. Solo cabe la rendición ante estos prodigiosos humanistas del siglo XXI.
Lo más divertido es que muchos de ellos ni siquiera se esfuerzan en argumentar y razonar. Apelan a una suerte de orden universal por el cual la realidad es tal y como ellos la describen y no puede ser alterada u observada desde otros puntos de vista. Es imposible debatir con estas personas porque no sostienen sus ideas con razones, sino con pura fe. La opinión se convierte en dogma. El que no comulga con ella es tachado de hereje y despojado, no del derecho a hablar, pero sí al de ser escuchado.
Apunte especial para esos señores mayores, que bien desde la cabecera de una mesa en Nochebuena, o bien desde su columna de opinión en uno de esos panfletos rancios en que han devenido algunos periódicos, aleccionan desde su atalaya de condescendencia a todo aquel que no llegue al medio siglo de edad porque qué sabremos los jóvenes de la vida. Viven en un eterno ad antiquitatem por el cual cuanto más viejo más cierto, y por tanto ellos están más próximos a la verdad de lo que tú podrás estarlo hasta que cumplas cincuenta años y la decepción talle una figura cínica a partir del mármol de tu idealismo. En cinco palabras: hasta que pienses como ellos.
Y después de setecientas palabras quejándome de las personas que hablan de todo y sin saber, de la gente incapaz de escuchar sin interrumpir, de aquellos que creen que sus afirmaciones son tan evidentes que ni siquiera es necesario razonarlas, llega mi confesión. Perdóneme lector, porque he pecado.
Aunque intento evitarlo, sé que he caído en la trampa más de una vez. Yo también he dejado que mi impotencia alzase la voz cuando mis argumentos se estrellaban contra el credo ideológico de la otra persona. Yo también he dejado que mis prejuicios descartasen las palabras del sujeto que tenía delante antes de que este abriese la boca. Porque a veces reconocer que la otra persona tiene razón es muy doloroso, más aún si esa persona te resulta especialmente desagradable, o si implica contradecir tus principios más profundos.
En mi caso siempre me ha costado rendirme ante toda idea que implique que los problemas no tienen solución, o que la realidad no puede cambiar a mejor. Sigo siendo un inconforme.
Si bien hubo un tiempo en que creía que la discusión y el debate podían ampliar puntos de vista y allanar el camino hacia soluciones y puntos de encuentro, la experiencia me dice que casi todas acaban en un punto muerto donde cada interlocutor se limita a repetir su eslogan. Porque en el fondo a mí, como a todas las personas que he descrito en este texto, me gusta discutir, pero sobre todo me encanta que me den la razón.